Amador García-Carrasco Abogado. Doctor en Derecho. Diplomado en economía de empresas y en sociología política. El siglo XXI nos está acostumbrando a grandes avances tecnológicos y científicos. Comenzamos a creernos dioses con los expedientes genéticos, el estudio de la llamada inmortalidad, la IA y la magia informática. Pero del espacio y del interior del ser humano llegan más y más misterios sin resolver. Aún estamos muy lejos de eliminar la miseria y la incultura, y, en parte, es porque estamos confundiendo el modelo. Ese es el reto para los derechos humanos, el cambio de lo burocrático a los fundamentos. La aceptación del principio de solidaridad elimina, por ejemplo, el monopolio intelectual de una determinada forma de pensamiento -casi nunca de acción o de ejemplo, paradójicamente- que, al contrario del dictado de Spinoza, excluye y no comprende. Podemos seguir avanzando arrastrados por los lobbies y los intereses, con todo lo que, sin duda, pueda tener de bueno y necesario, o uncir
a ese yugo de nuestras obligaciones como privilegiados de una vez por todas la aceptación de que el primer derecho protegible, no demagógicamente, es el de la solidaridad. Los derechos fundamentales siguen los principios de la Declaración Universal de los Derechos Humanos aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948. En ella se integran los ya tópicamente llamados derechos de primera y segunda generación, en los que el titular es el ser humano aislado o en grupo. Algunos apuntan la necesidad de una nueva Declaración Universal, integradora ya de los derechos de tercera generación, con nuevas listas: la paz, el medioambiente… Para quienes como yo pensamos que la historia ha maltratado la puesta a punto de los principios de Ulpiano, y sus secuencias han pervertido el ser del derecho (Cifr. mi obra, 1992, ‘El derecho y la transformación de los arquetipos’), esa es una opción burocrática producto del sistema inflacionista legislativo y subvierte…